El reino de los Mia Mia, uno de los tantos que había en las islas que rodean las costas del sur de Indochina, se había convertido en una importante sede de grandes corporaciones empresariales del mercado emergente. Ello hacía que los consejeros delegados y otros altos ejecutivos de aclamadas empresas tecnológicas y financieras del orbe uno convivieran, en pocos miles de kilómetros cuadrados, con labriegos sometidos a señores feudales y con algunas tribus de recolectores de tubérculos, frutos, crustáceos y peces.
El monarca, nombrado como Cédric El Siguiente, era continuador de una dinastía britana de origen celta que allí se había hecho con el poder varios siglos atrás. A ello contribuyó, en demasía, la perplejidad hipnótica que el cabello rojizo, en los tiempos arcaicos, ejerció sobre los indígenas habitantes originarios de las islas que conformaban el país.
Más original y descarado que sus antecesores, Cédric El Siguiente era muy dado a los coches deportivos y a las modelos rubias y esbeltas de pasarela. Y, para más elenco, lucía en propiedad varios apartamentos en la City de Londres y un palacete en Dubay.
Con el objetivo, inconfesable pero evidente, de ostentar individualidad singular y genial chaladura, Cédric El Siguiente, satisfecho y orgulloso, andaba desnudo por todas partes. Un hábil mercader veneciano le había persuadido para que luciera un vestido que, según él, era el más elegante y tendencial: un vestido de un material tal que haría que los tontos, los miserables y los necios no lo vieran. Por el equívoco, cuando tales tipos de personajes deplorables se encontraran con el monarca, serían identificados al momento, pues externalizarían, en alguna expresión, el escándalo ante la falta de pudor real y la vergüenza ajena por la observación directa de las carnes regias, tan licenciosas como presumidas.
El vestido era de raso satén con colores y formas de piel de leopardo salvaje. Tenía unos botones esculpidos y dorados que le daban majestuosidad y se complementaba con una túnica roja e inmensa, parecida a las capas de los superhéroes, pero mucho más larga y espaciosa. La túnica, aunque creaba imagen de mucho poderío, no facilitaba ni el vuelo, ni el planeo, ni los saltos largos propios de Spiderman, Batman, Cockroachman, Ironman, Plasticman, Snotman y otros muchos ídolos del cómic cuyas denominaciones acaban en “man”. La dicha túnica más bien fijaba el peso del cuerpo al suelo y se enredaba por entre cualquier objeto que sobresaliera en algún lugar. Era, el conjunto, un atuendo con muchas pretensiones, pero con el tiempo y el uso se descubría que resultaba algo defectuoso en lo funcional.
Como el rey era especialmente despectivo y cruel con los cortos de ingenio y con los que transgredían las leyes de la cordialidad y el consenso, él mismo, todos sus súbditos y cualquier gente que visitara el reino se afanaban en hacer como sí percibieran realmente el pretencioso vestido allí donde, obviamente, no había nada.
Los próceres más ilustres de las empresas establecidas en el país, tomaron a Cédric El Siguiente como simpática referencia y, durante un tiempo, se dedicaron a pasearse desnudos por los pasillos, las estancias nobles, los ascensores y las salas de reuniones de los magnos edificios que ocupaban. Los subordinados se afanaban en ensalzar el exquisito gusto y la audaz elegancia de los trajes de diseño italiano de Milán que, fantaseando, todos hacían como si allí estuvieran, engalanando las egregias e imponentes figuras de sus jefes.
Arrancando de aquel teatro colectivo, se erigió, por todas partes, la definitiva legitimación de los privilegios de la familia real, de los aristócratas, de los más prominentes propietarios y gestores de negocios internacionales y de los demás poderosos y pudientes. Y así, en cascada, se justificaba el dominio de los más importantes y acaudalados sobre los que lo eran menos y de éstos sobre los más menos, hasta llegar a los muertos de hambre en vida que, para halagarse, se veían a sí mismos ejerciendo su autoridad sobre aquellos que ya habían fenecido definitivamente de indigencia.
Y, con el fin de dar por cierta la probidad de las jerarquías, en el cada día de lo cotidiano el devenir era pura escenificación. Si un noble erraba la flecha y en lugar de cazar un gibón crestado mataba a una campesina, los presentes le elogiaban por la certera puntería y el excelente trofeo que podría momificar para su colección. Si una empresa desfallecía de pérdidas inconmensurables en las principales plazas bursátiles, millares y millares de empleados de los escalafones inferiores se culpabilizaban del desastre y se suicidaban en masa, dejando sus herencias en depósito para recapitalizar a la compañía en lo que se pudiera. Si una señora, beata, viuda y admiradora de Nancy Reagan, hacía el gesto de tirar monedas fingidas a los pordioseros claudicantes acurrucados en las calles, éstos la besaban las manos, sin contacto para no ensuciar ni contagiar ni dar asco, y la obsequiaban con las gracias mil veces por la piedad que la desbordaba. Y, de esta forma, la señora se sentía reconfortada y los mendigos jugaban a contar monedas inventadas y pasaban la tarde fantaseando sobre lo que se podrían comprar en las lujosas galerías comerciales.
Todo el reino estaba entregado a la farándula y las farsas se multiplicaban por todos los espacios del país: desde los más altos pisos de los rascacielos corporativos y los más elegantes salones nobiliarios hasta los más escondidos rincones suburbiales, metidos en cloacas y sumideros; desde las selvas verdes y húmedas y las pistas artificiales de esquí hasta los desiertos limítrofes con las costas rocosas del sur. Pero, la culminación era siempre los paseos diarios y matinales del soberano, erguido, corito y saludando desde una limusina descubierta, por las avenidas más concurridas de la capital. Allí, las masas, que hacían su vida trajinando, espontáneamente prorrumpían en aplausos, saltos y vivas y nunca dejaban de elogiar, a gritos y bramidos, la elegancia en la pose y el atuendo del monarca.
Hasta que un día, en un desfile excelso de los de un aniversario patriótico, un niño despierto, lenguaraz y poco socializado gritó: “¡Pero, si el rey… va desnudo!”
Tras unos segundos de general desconcierto, el gentío se abalanzó sobre el niño para golpearle hasta que le reventaron la cabeza y le dejaron de por vida disminuido del cerebro. Con esta solución brutal se aseguraron de que nunca más volviese a ponerles a todos en evidencia, en lo del entendimiento más básico sobre su realidad inmediata. Y, por encima de todas las cosas, quedaron convencidos de que, con aquella contundente lección, a nadie, en el futuro, se le ocurriría quebrar una convivencia y un desarrollo civilizatorio basados en la ficción de un vestido que ya se había convertido en el mito ritualizado que daba sentido, totalizante, a la armonía social y al orden cósmico.
Los padres, abuelos y hermanos del desafortunado niño recibieron múltiples amenazas de ajusticiamiento y varias palizas por la calle en cuanto se encontraban con algún airado que les reconocía. Y por ello, si no querían exponerse a más represalias y perder la existencia, hubieron de exiliarse para malvivir en otras tierras sin ilusiones ni recursos.
La economía del reino se tambaleó, pues las grandes empresas y las inmensas fortunas consideraron durante un tiempo que la insolencia del niño malogrado podía ser considerada indicio de inestabilidad social, prueba de inseguridad jurídica y riesgo para la perdurabilidad de sus beneficios y distinciones. Afortunadamente, la rapidez y la solvencia con que la propia plebe, indignada y colérica había atajado la insurrección, convenció definitivamente a los más deslumbrantes para que siguieran establecidos en el reino de los Mia Mia. Aunque algunas empresas emigraron a otros lugares aventajados de liberalización impositiva, la mayoría continuaron en el reino para poder seguir disfrutando del espectáculo fantasioso que les hacía inmunes a cualquier irrealidad que pudiera suceder.
El reino y todas las personalidades y súbditos que en él se congregaban siguieron, por muchos años, en la existencia complaciente y feliz que se habían dado hasta entonces.
El rey Cédric El Siguiente, exhibiendo su egregio vestido
En una era de clima gélido algo extremo, el monarca contrajo una mala pulmonía de tanto ir con el cuerpo a la intemperie. Murió y dejo el cetro y su vestido predilecto al primogénito real llamado Cédric El Siguiente Del Siguiente. Este, con gustos más modernos, quemó la indumentaria prodigiosa en un ritual público y televisado en un reality show de máximo seguimiento. Adquirió, de inmediato, otro vestido del mismo material e idénticas propiedades, pero con un corte más vanguardista y un estampado acorde con el estilo de los nuevos tiempos y de la moda imperativa. Todos los comentaristas de la actualidad política y de los hechos de sociedad elogiaron, en los medios de comunicación globales, la puesta al día del poder hereditario y la capacidad de renovación que demostraba la monarquía. Para hacer pervivir el despotismo y la acumulación, por siempre, en el estilo de lo contemporáneo más innovador y glamuroso.
EPÍLOGO
Y estos son los hechos más que reales que nunca se debieron olvidar ni tergiversar. Pero, la historia del soberano del reino de los Mia Mia fue dando tumbos de lado a lado del planeta y nunca de manera verídica. En un principio, la culpa fue de los presentadores y tertulianos de los programas televisivos de sobremesa, que de nada saben y todo confunden; pero, después la gente ya explicaba lo que primero se le ocurría sobre lo acontecido. Las madres a los niños, los jefes a los subalternos, entre vecinos, entre transeúntes, entre jugadores de fútbol del mismo equipo e, incluso, entre jugadores de fútbol de equipos contrarios. Finalmente, los dichos sin fundamento cristalizaron en mitos divergentes que han corrido a lo largo de la historia en diferentes culturas. Por ejemplo, según uno, el rey sería un alienígena al mando de una presunta invasión desde el hiperespacio y, por ello, no podía ponerse ropajes, pues a los extraterrestres las telas les achicharran las carnes. Cuento inverosímil, de puro fantasioso. Según otro mito, muy afamado, al grito del niño todos al unísono se percataron de la verdad y se insurreccionaron contra lo impuesto. Como si la observación banal de un niño pudiera romper el simulacro, obvio para todos, en el que se sustenta el poder y destejer los intereses de los grupos y las castas. En la península de Yucatán, arraigó la historia del rey que nunca se puso nada encima por un voto de pureza, pobreza y castidad y que, además, fue el más admirado y querido por desprendido y por la ejemplaridad de sus virtudes cívicas. Hay más, muchas más variantes, pero creo que con las comentadas ya hemos dado muestra suficiente de lo que nunca fue ni pudo ser.
El rey Cédric El Siguiente Del Siguiente, con su nueva y tendencial indumentaria
This function has been disabled for xavier ruiz collantes.