Su mundo era trascendente, estaba más allá de lo cotidiano, de lo aprehensible, de las necesidades fisiológicas básicas y de la corrupción de la materia y de los cuerpos. Zafrón era un místico autodidacta y un asceta vocacional que se había cultivado a base de lecturas de autores señalados del budismo, del cristianismo arriano, de las tradiciones orales de los animistas yamatjis, de los devotos de Ra, de las catequesis de Marx y Engels, de las creencias en el espíritu de Gaia, de los monjes oscuros y secretos de las montañas de Abisinia y de los adoradores del capital financiero seguidores de Milton Friedman.
Tanta sabiduría se le agolpó en las sienes y tuvo que desprenderse de la mitad, por lo menos. Dormido, expulsaba de corrido libros enteros recitándolos palabra por palabra. Como resultado, le quedó un conocimiento justo y clarividente con el que, iluminado, se evidenció en la verdad. Por ello, se dio a propagar la fe en las divinidades trinitarias denominadas como Be, Ca y Du. Y lo hizo, a pleno rendimiento, en todas las lenguas con escritura y en toda la esfera del planeta. Esta fue su tarea de por vida y con la que se ganaría el sustento a base de exprimir el patrimonio, los salarios, las herencias, los ahorros y las reservas bursátiles de sus seguidores.
Más allá de su instrucción letrada y buscando útiles para realizar con bien la misión que se había encomendado, con el tiempo Zafrón llegó a hacer cosas sorprendentes, como sacar el humo de cigarrillos por la nariz y por la boca y, también, fuego por los ojos, levitar a una altura situada más allá de la estratosfera, no hablar ni responder durante meses mientras le provocaban con insultos infames y le taladraban la cabeza con rancheras mexicanas y con chinchetas, y así. También era capaz de dormir la siesta con el televisor en estruendo y de sorber cerveza con una caña de plástico, sustentado en una sola pierna y sin marearse.
Porfiaba, de habitual, en ir totalmente desnudo. Porque en lo profundo era un exhibicionista y porque calculaba que en cuerpo visible era inmensamente más extraordinario y deslumbrante.
Cuando estaba en trance era un espectáculo sideral, tan trágico como estremecedor. Encaramado en un cúmulo de basura se exponía a todos en una pose provocativa. Después, su cuerpo iba cambiando de colores mientras se pavoneaba y el entorno adquiría ordenadamente diversos tonos preliminares. Finalmente, la visión del santón estallaba en un blanco que deslumbraba y no dejaba ver nada. De inmediato, en un cambio radical, las tinieblas invadían la escena y el espacio quedaba negro de oscuridad completa. Los presentes permanecían hipnóticos y algunos sufrían contracciones y espasmos, escupían sangre con bilis y los ojos se les extraviaban fuera de sus posiciones naturales.
Zafrón impartiendo lecciones de ascesis
A través del mundo, consiguió legiones aguerridas de seguidores que le veían como el profeta definitivo, como aquel que, con la religión verdadera como insignia, salvaría a la humanidad del apocalipsis de los cuatro jinetes y de otros muchos personajes siniestros anunciados por el cine de terror y por las animaciones clásicas de Walt Disney.
Se le veneró en vida como a nadie y aún hoy, casi dos siglos y medio después de muerto, se le muestra fe y sumisión en todos los lugares del mundo en donde habiten iluminados de la nueva era y creyentes de Be, Ca y Du.
Zafrón falleció dulcemente como un anciano de sabiduría absoluta y como el nexo de unión más poderoso con los secretos del más allá. No emitió ninguna palabra o sonido gutural en el momento del óbito, pues el silencio es siempre mucho más poético, misterioso, memorable y legendario que cualquier prosodia. Por eso, yo, en cuanto cierre este relato, no abriré más la boca.
En todas las grandes cordilleras hay, escarbadas, secretas capillas cavernarias en las que se han depositado reliquias del santón de la mística y el éxtasis. En esas capillas de piedra sin cincelar ni pulir hay, del gran profeta, algún hueso grande o pequeño, algún cabello, algún rastro de piel o algún órgano momificado, como el hígado, el bazo, los testículos o la vesícula biliar. Estas son las reliquias del primer círculo sagrado de Zafrón, las más veneradas, las más aclamadas, las más buscadas. Explorando en pos de estas reliquias, por los lugares más oscuros y recónditos del mundo todo, dieron la vida muchos mártires que fueron mordidos por cobras, tragados por corrientes de rápidos imparables, descabezados por guillotinas revolucionarias y acribillados a balazos como víctimas incidentales de las guerras de los imperios en el Gran Creciente Fértil.
Todas las reliquias hoy conocidas del primer círculo sagrado, están aún custodiadas por militantes dogmáticos y entregados de la secta de los Castorus Hi.
En otras capillas más modestas, ubicadas en salientes de montañas y en copas de altos árboles, se hallan las reliquias del segundo círculo sagrado. Son fragmentos de ropajes que el santón vistió, despierto o dormido, o que almacenó en sus armarios: cintas, guantes, sandalias, túnicas, bañadores, sombreros y turbantes; también objetos de uso personal, como cepillos de dientes, anillos, collares, relojes suizos, preservativos y hasta piezas del avión privado en el que se desplazaba de un lado para otro con el fin de mostrarse a todos y esparcir la revelación.
En el tercer círculo de reliquias se encuentran catalogados todos aquellos objetos que, sin ser propiamente suyos, Zafrón tocó, abrazó o rozó en alguna ocasión, por fortuito y leve que fuera el contacto. En este círculo se hayan ordenados miles y miles de objetos y artefactos de todo tipo. Los más usuales son: cucharas y platos, orinales y picaportes de puertas, pero también hay piezas inusuales y valiosas como teléfonos fijos, butacas aterciopeladas, dentaduras postizas de oro, cojines, pinturas y murales, adoquines y ladrillos, libros y tebeos. De todos ellos, está anotado el lugar exacto en donde quedaron marcados para siempre por el cuerpo del místico. Por ejemplo: la Gioconda de Leonardo da Vinci está ungida de santidad justo en la punta de la nariz de la renombrada figura; las ventanas de algunos castillos bávaros tienen los pestillos señalados como piezas que fueron manipuladas en algún momento por el santón. Este mismo escrito fue acariciado, por el pulgar del venerado, justo allí donde aparecen las palabras: “castillos bávaros tienen los pestillos señalados”. Cualquiera que pase sus dedos por encima de estas palabras, si esos dedos son lo suficientemente sensibles y puros, podrá sentir la vibración y el milagro.
Aunque hay, en los registros sectarios, anotaciones de todos los artilugios contactados, éstos no se hayan al completo en posesión de los discípulos, ni ordenados ni expuestos para los devotos o los curiosos. Por desgracia, hay miles y miles de objetos que corren por el mundo sin control y muchos, muchos, muchísimos ya han sido destruidos o se han perdido irremisiblemente en el mar, bajo la tierra y en los estratos geológicos, en los cuerpos de los muertos o en los estómagos de las ratas, las gaviotas y los perros que vagan por las calles.
El cuarto círculo sagrado de reliquias está conformado por aquellos lugares en los que el místico se detuvo y que dignificó con su presencia: cumbres andinas como el Illimani, riachuelos amazónicos, montañas rocosas como la más rocosa de entre las Rocky Mountain, templos tibetanos como el más sórdido de los que hay en Lasa, dunas perennes del Sahara, sabanas endémicas a los pies del Ngorongoro, habitaciones con vistas a Central Parck como la 224 del Hotel Plaza de New York. Todos estos lugares y otros muchos, conforman un largo rosario de estaciones para el peregrinaje de los fieles.
En el quinto circulo sagrado se hayan aquellos personajes, humanos y animales, con los que el místico departió, aquellos a los que miró o tocó, aquellos con los que copuló y, aún más lejos, todos aquellos en los que pensó, a los que imaginó o alguna vez, simplemente, nombró. En este privilegiado quinto círculo sagrado, incompresiblemente, no hay ningún personaje argentino de relevancia. Ni Juan Domingo Perón, ni Diego Armando Maradona, ni Jorge Luis Borges, ni Palito Ortega, ni Romualdo Rizzo. Y no se puede explicar, porque Zafrón visitó dos veces Buenos Aires, una Córdoba y anduvo perdido por la Patagonia cerca de Puerto San Julián.
Pero más allá de los cinco primeros círculos sagrados de Zafrón, el principio mágico del contagio permite la reproducción ilimitada de un relicariado infinito. Cualquier personaje, artefacto, prenda o lugar que sean reliquias resulta el origen de nuevos círculos y de más reliquias y de más círculos y de más reliquias. Y así, sin fin, se conectan diferentes restos fisiológicos, ubicaciones en espacios, objetos y utensilios, individuos conocidos e inéditos. En consecuencia, por puro contacto de unos en otros, de generación en generación y de todos hacia todos, el relicariado del profeta se expande y ocupa la inmensidad que el mundo abarca. Por ello, hemos de tomar conciencia definitiva de que, por más que nos valoremos en nuestra excepcionalidad, sólo somos una reliquia, lejana y degradada, en el enésimo círculo sagrado del interminable universo de Zafrón. Y, por ello, también, nuestro ser es un santuario que se alza para glorificarle. Así, conocerse a uno mismo es, sobre todo, comprender el lugar que ocupamos, como objeto sagrado, en la sucesión de contagios que nos conectan con el gran místico que convirtió en holístico lo disperso y le dio sentido a lo intratable, lo inefable, lo indecidible, lo indecible y lo absurdo.
Zafrón en su espectáculo de cambios cromáticos
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