Se dirigían al cuarto oscuro de los combates para darse con los puños enfundados en grandes guantes rojos. No se habían visto nunca, sólo oyeron, por vez primera, el nombre del otro cuando les anunciaron el enfrentamiento decidido por el director de la prisión. Se veían mutuamente como un montón de músculos bajo un cuero seco y como una mole para ser derribada y vencida.
Uno de ellos malvivía en la celda 434, el otro en el ala opuesta de aquella enorme ciudadela para condenados.
La pelea comenzó a las 16.30 horas y doce segundos más tarde ya se daba por acabada. El más infeliz e inofensivo cayó desplomado sobre el suelo. Su contrincante le disparó tres balas en la cabeza sin mediar palabra. Ni amenaza ni advertencia. El cráneo le estalló y expiró al instante. No tuvo oportunidad de protestar por una acción que, con evidencia, transgredía las más mínimas normas de educación en el bello arte del pugilismo ancestral. Ni siquiera pudo gesticular una expresión de dolor extremo y aterrado para que el adversario la recordara en sus malos sueños de vigilia y se sintiera, de por vida, culpable.
Le sacaron de allí como a un saco de escombros y al superviviente le ejecutaron de inmediato con la misma pistola que él había utilizado. No le dieron ocasión ni a reclamar la muñeca de plástico hinchable que habían prometido, como compañera de celda, para quien saliera vencedor.
Entrando en la sala de la contienda
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